energia@fte-energia.org
prensa@fte-energia.org
Organización obrera afiliada a la FEDERACIÓN SINDICAL MUNDIAL

Volumen 6, Número 76, junio 26 de 2006

Histórico significado de la lucha minera

La Huelga de Cananea en 1906 *

Los acontecimientos de la huelga de Cananea han sido reseñados muchas veces, pero tal vez no se ha hecho hincapié en algunos detalles que nos permitan interpretarla correctamente. Por ello vale la pena narrarla una vez más.

La víspera estuvo llena de preparativos de los actores, aunque una visión desapasionada nos diría que la empresa y el gobierno lo hicieron con mayor cuidado. Todo lo que sabemos de los huelguistas es que habían alistado unas pocas banderas tricolores y blancas. En una de las primeras, la más grande, podía leerse la leyenda "$5.00 ocho horas", donde se resumía el carácter económico del conflicto. En cambio, el presidente municipal tenía informes de las reuniones de los clubes y pudo poner bajo vigilancia a Gutiérrez de Lara y a Bermúdez desde el día 29 de mayo. Aun así, a las cinco de la mañana del 1 de junio lo despertó una llamada del comisario del Ronquillo, Pablo Rubio, quien le avisaba del estallido de la huelga.

Por su parte, Greene, atento a las noticias que recibió la noche del 31 de mayo sobre reuniones de "clubes socialistas" y a la amenaza de que los problemas empezarían al siguiente día, canceló una de sus expediciones a la Sierra Madre y se puso a preparar una respuesta en su estilo del viejo oeste, decidida y hasta frenéticamente. Después de reunirse con los directivos de la compañía, tomó un tren y salió de Cananea a las 10 de la noche. Con él iba Ignacio Macmanus, entonces regidor en el Ayuntamiento y cajero del Banco de Cananea, a quien un tren especial llevaría a Hermosillo con la misión de exponer el asunto al gobernador Izábal y solicitarle el envío de tropas. También pararía en Magdalena para requerir a los coroneles Fenochio y Kosterlitzky el auxilio de los rurales y la gendarmería fiscal. Greene se quedó en Bisbee, platicó con el magnate del cobre Walter Douglas y compró 98 rifles, 5,000 cartuchos y 20 pistolas en la tienda de Brophy. Además, encargó otros 100 rifles a la ciudad de Douglas. De regreso, pasó por Naco sin tomarse la molestia de declarar sus compras en la aduana ("el papeleo y las pequeñas complicaciones en ese puesto podrían arreglarse después"), llegó a Cananea a las cuatro de la madrugada, sacó sus autos y distribuyó las armas a sus hombres de mayor confianza por medio del gerente Dwight y de Metcalf, el encargado de la maderería. Además, ya en la noche del jueves se colocaron guardias en algunas propiedades de la empresa. Todas estas medidas, según el gerente, habrían orillado a los conspiradores a abandonar la idea de abrir la huelga con demostraciones de violencia.

Todo indica que este ajetreo no fue conocido por los operarios del turno de noche de la Oversight, a quienes se había anunciado al comienzo de la jornada (las 23 horas) que a partir del día siguiente las obras de extracción se trabajarían a "contrato", lo cual incidiría en el empleo e intensidad del trabajo de barreteros, rezagadores, ademadores y carreros. Seguramente en el curso de las labores tomaron el acuerdo de llegar a la huelga, y a las cinco de la mañana la estallaron. Los más de 400 operarios se plantaron frente a las oficinas de la mina mientras gritaban "¡Cinco pesos y ocho horas de trabajo! ¡Viva México!", Ahí esperaron al pueblo que entraba a las siete de la mañana, para incorporarlo al movimiento, en tanto enviaban a Álvaro Diéguez por su hermano Manuel y por Esteban Baca Calderón para pedirles que encabezaran la protesta.

A esa hora comenzaron los telefonazos. El comisario del Ronquillo, Pablo Rubio, despertó al presidente municipal Filiberto Barroso a las cinco de la mañana, y poco después llegaban juntos al lugar acompañados del juez auxiliar Arturo Carrillo. Ahí escucharon sus quejas, pero encontraron difícil determinar "quiénes encabezaban la reunión"; ante la imposibilidad de "aprehender a todos", los conminaron a elegir representantes para exponer sus quejas, así como a no ejercer actos de violencia. En ese momento se nombró la comisión, que fue citada a las diez de la mañana en la comisaría. Antes de partir hacia ese punto, tomó la palabra Baca Calderón para exhortar a sus compañeros a preservar el orden público "a fin de impedir que elementos malsanos, mal intencionados, cometieran actos de violencia contra las personas, contra la propiedad, dando pretexto a las autoridades para disolver la huelga".

Mientras el mismo Baca Calderón pergeñaba apresuradamente un pliego petitorio, el grupo de huelguistas marchó a la ciudad y a su paso invitaba a los demás trabajadores a unirse al paro. De hecho, el testimonio de Plácido Ríos indica que algunos, incluso liberales, estaban reticentes a sumarse, pero que la fuerza del creciente número los "convenció". En la concentradora nueva, por ejemplo, "algunos que no sabían nada se nos echaban encima. Pero como éramos más acabamos por llevarlos con nosotros". Esta bola de nieve terminó por ser una multitud de unos 1200 trabajadores que se apostó frente a la comisaría en espera de noticias. El ambiente hasta ese momento seguramente era de fiesta; los trabajadores comentaban los sucesos, discutían, y se congregaban. De hecho, es casi seguro que las cantinas fueran muy visitadas, pues fue a las 2:30 de la tarde cuando el presidente municipal, en vista de la efervescencia popular, mandó cerrarlas.

La conferencia fue un fracaso. La empresa estuvo representada en esa única reunión por tres funcionarios públicos mexicanos y el representante legal de la compañía, Pedro Robles. El gerente Dwight había tenido una conversación telefónica con Barroso antes de las ocho de la mañana y en ella le había dicho que las peticiones eran absurdas, de tal modo que lo conveniente sería que en la reunión estuvieran Barroso, Pablo Rubio y Robles, quienes podían explicar no sólo la actitud de la compañía, sino también las leyes mexicanas implicadas. Más aún, le demandó al presidente municipal protección para las vidas y propiedades de la compañía. Los delegados, por su parte, plantearon las demandas de cinco pesos de salario mínimo, la jornada de ocho horas en todas las labores, la destitución y el cambio de algunos capataces, así como la posibilidad del ascenso para los operarios mexicanos. Aunque en el primer pliego se pedía un máximo de 25 % de extranjeros en la compañía, no parece haberse insistido mucho en ese punto. La parte patronal, por supuesto, no aceptó ninguna de ellas, y aunque reconoció su derecho a pedir más salario, menos horas de trabajo y otras "concesiones", les hizo ver que la forma elegida para manifestarse los convertía, de acuerdo con el código penal, en delincuentes. Mientras no regresaran al trabajo, no podían tomar siquiera en consideración sus demandas; debían ponerlas por escrito y esperar la resolución de la empresa. Las pláticas no pasaron de ahí.

En tanto, los representantes obreros informaban de estos pobres resultados; otra vez Baca Calderón fungía como amanuense y redactaba el segundo y definitivo pliego, que fue enviado a Greene. En él se quejaban de la falta de estímulo y equidad en el sueldo asignado a los mexicanos, del trabajo dado a contrato (que se traduciría en despidos), y planteaban la necesidad de tener jefes mexicanos. Finalmente, pedían un aumento general de un peso y ocho horas de trabajo en general.

Aunque Greene recibió este pliego y escribió una respuesta fechada ese mismo día, ésta se entregó a los huelguistas, en el mejor de los casos, hasta el 3 de junio. De cualquier modo, el hecho es que ahí terminaron las conversaciones. Alrededor de las 11:30 de la mañana salió Greene a encarar a la multitud, aparentemente desarmado. Les hizo un discurso largo, como de 15 a 20 minutos, donde seguramente resumió esa respuesta. El mismo había sido un minero como ellos y en sus minas se pagaban los salarios más altos del país. El trabajo a contrato no podía perjudicarlos, pues normalmente había escasez de obreros competentes; además, no podía impedirse, en justicia, que la compañía diera a contrato determinados trabajos. También explicó que las minas contenían metales de baja ley, que requerían su extracción y procesamiento en gran escala, por lo que en el futuro se ocuparía gran número de operarios. Era imposible aumentar los salarios en las condiciones actuales, pues el resultado "natural" sería el cierre de la empresa, mientras que la jornada laboral dependía de la naturaleza del trabajo, no podía ser homogénea. En cuanto a la designación de jefes, defendió el punto como una prerrogativa irrenunciable de "todas aquellas personas quienes, por medio de una gran inversión de capital y por el trabajo de muchos años, llegan a desarrollar una empresa manufacturera que ocupa tantos operarios como la de Cananea". En fin, también hizo un recuento de todo lo que la compañía había proporcionado en materia de habitación, servicios, caminos, bienes de consumo y seguridad.

Es difícil saber si este discurso tuvo una buena acogida; Greene recordaba algunos vivas para su persona y que la multitud comenzó a dispersarse, pero como en toda su versión, parece exagerado. Tal vez algunos hayan dudado del curso de los acontecimientos, pero los activistas, al conocer el fracaso de las pláticas y las amenazas de ser tratados como delincuentes, se esforzaron por reagrupar a la masa y convencerla de la necesidad de lograr el paro general.

En las dos horas siguientes ocurrió una radicalización del conflicto. Los activistas trataban de conseguir el consenso necesario para convertir al movimiento en una huelga general, las cantinas se volvían lugares de discusión acalorada, y circulaba en las calles un pasquín que demandaba un gobierno electo por el pueblo, tachaba al actual de corrupto y ambicioso, y reclamaba la igualdad entre mexicanos y extranjeros. Su tono, ciertamente, era violento: "Execración sin igual, que un mexicano valga menos que un yankee, que un negro o un chino, en el mismo suelo mexicano. Esto se debe al pésimo gobierno que da las ventajas a los aventureros con menoscabo de los verdaderos dueños de esta desafortunada tierra".

Dentro de la historiografía revolucionaria se ha insistido en que este libelo no fue producido por ninguna de las dos organizaciones liberales, e incluso alguno ha acusado a Greene de ser el autor de esa hoja, que habría servido para justificar el baño de sangre que siguió. Sin embargo, el volante no se menciona en ninguno de los reportes de los directivos de la compañía que, fuera de alguna exageración, relatan con todo detalle sus actos de esos días, y Barroso afirma que las proclamas ya estaban circulando el día 31. En fin, no hay prueba para confirmar esa hipótesis, y tal vez debería considerarse que sí pudo haber sido obra aislada de algunos activistas radicales al calor de los acontecimientos.

El hecho es que aproximadamente a las 14 horas la multitud estaba de nuevo reunida con el propósito de visitar todas las dependencias de la compañía y asegurarse de que los trabajos se suspendieran. Mediante esta nueva marcha lograron parar la concentradora, la mina Veta Grande y la fundición, para dirigirse después a la maderería. Mientras tanto, Greene y Kirk, armados, salieron a poner guardias en todos esos puntos con el fin de evitar incendios u otros daños, y se toparon con la multitud. Greene trató de detenerlos y hablar con ellos, pero ya no lo escucharon.

Mientras los directivos protegían los puntos clave, y lograban la anuencia del jefe de Policía para que los empleados estadounidenses armados fueran considerados como delegados de policía incluso en "los más extremos casos de vida y muerte", la columna se había engrosado y llegó como a las 15 horas a la maderería. Curiosamente todos los testimonios no mencionan la presencia de Diéguez ni de Baca Calderón, y Ríos recordaba haberse retirado a su casa. El único que iba "en primera fila" parece haber sido Gutiérrez de Lara. Ahí, los hermanos Metcalf, avisados telefónicamente, se dispusieron a evitar que sus empleados se sumaran a los paristas, cerraron las puertas y dirigieron la manguera contra incendios hacia la multitud. El baño de agua sobre sus ropas domingueras prendió más los ánimos y una andanada de piedras y palos cayó sobre las puertas. Un beligerante George Metcalf, conocido por su impaciencia y arbitrariedad, salió armado con un fusil y advirtió que si alguien intentaba pasar le dispararía. De pronto sonó un disparo, un huelguista cayó y la multitud se abalanzó contra el gerente Metcalf, quien fue asesinado con candeleros de minero. Su hermano Will y tal vez otros dos empleados dispararon en su ayuda, pero pronto fueron también muertos. El líder obrero, del que no sabemos su nombre, se quedó con el fusil de Metcalf, y algún huelguista, al descubrir a un estadounidense vendedor de alfalfa que casualmente había estado en la maderería, quiso aprovechar para quedarse con su reloj de oro. El líder, sin embargo, lo obligó a regresarlo y lo reprendió: "no somos ladrones, sólo queremos nuestros derechos", le dijo. Al final se prendió fuego al local, en donde se encontraron otros dos cuerpos calcinados. Por los huelguistas, tres habían muerto.

La excitación posterior a este acto debe haber sido notable. Los huelguistas dejaron a los Metcalf sobre el terreno, cargaron a sus muertos y bajaron hacia la plaza, la tienda y el banco. Mientras, Greene y Dwight proseguían con sus esfuerzos por resguardar sus posesiones. El primero se había pasado los últimos minutos en el tren a toda marcha y con dos automóviles corriendo a gran velocidad por en medio de las apretadas filas de huelguistas, quienes tenían que correr en todas direcciones para salvarse de ser atropellados. Ambos, después del episodio de la maderería, encabezaban sendos grupos de estadounidenses armados y a pie, cuando en la esquina de Sonora se toparon con el grueso de la marcha, tan abigarrada que no podían pasar. Greene instruyó -según su propia versión- a sus muchachos para no disparar sino cuando fuese absolutamente necesario y, en ese caso, a los líderes. Algunos huelguistas, intimidados por la formación abierta, dieron vuelta, pero muchos no. Dwight los encaró con su pistola y se engarzó en un forcejeo con uno de los que resistían, cuando su pistola cayó. En ese momento un hombre alto con camisa negra corrió hacia él y a poco más de dos metros le disparó a la cabeza con un revólver. Para fortuna del gerente, el disparo sólo le causó un rasguño, pero Greene, quien seguía las acciones, disparó y comenzó una balacera de unos diez segundos en los que se hicieron unos 40 tiros por ambos lados. El resultado fue favorable, como era lógico, a los mejor armados y seis huelguistas quedaron sin vida sobre el terreno. La multitud se dispersó en todas direcciones, aunque la mayor parte se dirigió hacia la presidencia municipal a pedir armas, sólo para que varios fueran apresados ahí. Otros se dirigieron al Ronquillo, donde se encontraban las casas de empeño.

Por las calles se daban algunos pequeños enfrentamientos que no dejaron muertos, como el que recuerda Ríos en el camino de su casa al Ronquillo. Y ya desde ese momento un grupo de estadounidenses borrachos, quienes se veían a sí mismos como unos vaqueros, parapetados en los altos del hotel "Los Ángeles", se habían convertido en francotiradores que disparaban contra lo que se moviera. Tal era su excitación que los mismos empleados de la compañía, armados, tuvieron que capturarlos y desarmarlos uno a uno.

En la botica Juárez se reagrupaba un nutrido grupo, al que Ríos incitó a asaltar los montepíos. En uno de ellos, el dueño, un francés de nombre Juan Pons, cerró y trató de impedir la entrada pero la muchedumbre forzó una ventana, abrió las puertas y pasó literalmente sobre él y Ríos que discutían. En la disputa por las pocas armas, a Ríos le tocó una "chiquita, una pistola cualquiera", aunque también hubo quienes se llevaron relojes y anillos. En ese momento aparecieron diez policías y diez guardias de la cárcel, quienes trabaron una balacera con los recién armados huelguistas durante varios minutos. En esta acción hubo pocas bajas: un herido entre el pueblo y un caballo de los policías, pero fueron aprehendidos varios revoltosos y se decomisaron tres carabinas, dos pistolas y 35 cartuchos.

A partir de ese momento las reforzadas fuerzas policíacas y la guardia de la cárcel tomaron la ofensiva. Para darles libertad de acción, 30 de los empleados estadounidenses armados fueron a custodiar la cárcel, donde aumentaba a cada hora el número de detenidos. En total, las fuerzas del gobierno difícilmente deben haber superado los 100 elementos, pero a diferencia de los huelguistas, estaban bien armados. De hecho, en las refriegas que siguieron ninguno de ellos fue muerto, y sí varios de los huelguistas. Además, otros grupos de estadounidenses a bordo de los automóviles de Greene o parapetados en el hotel Meza, contribuían a aumentar la confusión en las acciones. Poco a poco la nutrida balacera fue disminuyendo y la multitud comenzó a retirarse a los campos mineros ubicados más bien en la falda de los cerros. Por la noche la situación parecía controlada: las principales dependencias de la empresa estaban resguardadas por los empleados de la compañía, la policía reforzada patrullaba los barrios más populosos, disolvía las reuniones y tomaba nuevos rehenes entre los pobremente armados huelguistas. Greene, por su parte, esperando ya el arribo de algunos rurales procedentes de Ímuris, envió cerca de la medianoche un tren con destino a Puertecitos, pero en Buena Vista los mexicanos lo descarrilaron y sostuvieron una balacera durante media hora contra los cuatro estadounidenses enviados, quienes regresaron sorpresivamente ilesos.

Esa noche, mientras en los barrios mexicanos se velaba a los muertos, los alarmados estadounidenses enviaron a sus mujeres e hijos a Bisbee en un tren especial. Llegaron alrededor de las 23 horas y sus versiones un tanto histéricas de lo ocurrido en el día, inflamaron todavía más los ánimos de la multitud ahí reunida. Ésta llevaba varias horas en la plaza, muchos parecían borrachos de la excitación, y otros más lo estaban literalmente, pues habían colmado los saloons para calmar sus nervios, a tal grado que a las siete de la noche un edicto ordenó su cierre y suspendió la venta de licor. Además, Walter Douglas, gerente de la Copper Queen Company, había puesto en contacto a Tom Rynning, jefe de los rangers de Arizona con Greene, mientras el marshall Biddy Doyle reclutaba rápidamente a más de 250 hombres dispuestos a marchar sobre Cananea. En tanto, los voluntarios se armaban y esperaban un tren para encontrarse en Naco con el gobernador de Sonora, Rafael Izábal; un grupo de quince, encabezado por el impaciente Edward Buchner, director físico de la Young Men Christian Association (YMCA) local, tomó sus caballos y marchó a la frontera. Ahí varios funcionarios mexicanos estaban pendientes en la garita de entrada, puesto que algunos estadounidenses ya habían insistido en pasar armas y municiones con destino a Cananea, El grupo de Buchner, reforzado con otras diez de esas personas, quiso forzar el paso y emprendió un combate con los celadores de la aduana, quienes lograron rechazarlos. El resultado fue un herido en cada bando.

Rynning y sus voluntarios llegaron a Naco a la 1 de la madrugada del 2 de junio y esperaron el arribo de Izábal. Entre tanto, las máximas autoridades de ambos países habían tomado nota de los acontecimientos y entraban en acción. El cónsul estadounidense presionaba al secretario de Estado Elihu Root para que ordenara la movilización de tropas de Fort Huachuca; Greene urgía con insistencia a Rynning que avanzara a Naco sin esperar a Izábal, y Rynning a su vez solicitaba una apresurada baja como oficial estadounidense al gobernador de Arizona, Joseph Kibbey. Afortunadamente, según comenta Sonnichsen, las cabezas en Washington estaban más frías que en Cananea, de tal modo que no ordenaron movimientos irresponsables. Soldados de Fort Huachuca llegaron a Naco, pero nunca recibieron orden de cruzar y Kibbey, por su parte, explicó a Rynning claramente que "nuestra autoridad tiene sus límites en la frontera. Cualquiera que cruce a Sonora a cuenta de los problemas de Cananea, lo hará bajo su propio serio riesgo y todos los americanos debieran ser advertidos. Tengo total confianza en su buena discreción".

Del lado mexicano también había decisiones. Izábal telegrafió el mismo día 1 al presidente municipal, Barroso, indicándole que debía aprehender a los responsables del motín; le dio autorización para armar a la "gente que juzgue necesaria a fin de cumplir esta disposición" y, una vez que habló con Macmanus, alistó una fuerza y tomó el mismo tren especial hacia Cananea. Ramón Corral, mientras tanto, había telegrafiado a Izábal en su estilo seco y directo: "Queda usted autorizado para obrar como sea necesario y se le encomienda toda energía". Poco después, agregaba que bajo ningún pretexto debía permitir el ingreso a territorio mexicano de fuerzas auxiliares estadounidenses, cualquiera que fuese su carácter, pues el gobierno mexicano tenía todos los medios para restablecer el orden.

Contra estas indicaciones, sin embargo, estaba el aislamiento geográfico de Cananea; sólo era posible llegar en tren a través de territorio estadounidense. Como las tropas mexicanas no podían cruzar la frontera, los 20 soldados que llevaba Izábal, más los varios cientos al mando de Torres, debían viajar a caballo desde ímuris o Magdalena. Los rurales al mando de Kosterlitzky, también acantonados en Magdalena, una vez que recibieron la orden de marchar, salieron alrededor de las siete de la noche del viernes, pero necesitaban unas 20 horas para cruzar los 100 km de terreno montañoso que los separaban de Cananea. Podrían estar ahí en la tarde del sábado 2 de junio, no antes. En cambio, Izábal y Torres viajaron por tren y llegaron a Naco, Sonora, hacia las siete de la mañana, donde los esperaba un impaciente Rynning con su banda de vaqueros, mineros, y "los fuera de la ley usualmente dispersos que uno siempre encuentra alrededor de la zona".

En Naco, Izábal y Torres enfrentaron un problema. Así como Rynning no recibió a tiempo la orden del gobernador para no cruzar la frontera, el telegrama de Corral con el que prohibía aceptar ayuda de extranjeros tampoco alcanzó al gobernador en Naco. Y ambos no tenían ni buena discreción ni la cabeza fría, sobre todo cuando Izábal habló telefónicamente con Greene y éste le informó: "el estado de cosas es horroroso". Así que cuando Ryrming propuso que los voluntarios podían cruzar corno ciudadanos individuales movidos por propósitos privados, los funcionarios mexicanos aceptaron el plan. Rynning explicó a sus hombres, de los cuales cinco eran rangers, la razón de esta argucia legal, y también que actuarían bajo las órdenes de Izábal. Después, sin formación, como una "manada de ovejas", pasaron la línea los 275 voluntarios y ofrecieron sus servicios a Izábal, Torres los aceptó en el ejército, nombró capitán a Rynning, explicó que quedaban sujetos a las leyes mexicanas, y rápidamente marcharon a la ciudad del cobre. Ahí los recibió una expectante multitud a media mañana del sábado 2 de junio. Hubo un discurso de bienvenida hecho por Greene, al que impugnaron a gritos Lázaro Gutiérrez de Lara y otros, por lo cual fueron encarcelados.

La primera actividad de Izábal y de Torres fue visitar la concentradora y las minas cercanas; después, se hospedaron en el Club Hotel, frente a las oficinas principales de la empresa, en el Ronquillo. Ahí el gobernador subió al descapotable de Greene, y ambos hablaron ante más de 2,000 personas después de que los voluntarios marcharon en fila a la concentradora y regresaron posteriormente a la estación, en una demostración de fuerza. Mientras hablaban, la tensión podía cortarse en el aire. Una famosa fotografía muestra a los empleados estadounidenses en los portales de las oficinas con sus rifles, y la multitud cercando materialmente al automóvil. Se escuchaban gritos, silbidos, risas burlonas e interpelaciones. El gobernador habló con el tono del padre que regaña a sus hijos por una mala acción: "Ustedes han hecho cosas que no pueden ser aprobadas por el gobierno. No pueden tener un lugar en este mineral matando y saqueando, mientras yo sea gobernador. Estoy aquí por sus intereses, y les garantizo que todos sus derechos serán respetados, pero primero debe haber ley y orden". Varias veces fue interpelado por obreros que le gritaban sus agravios, y por fin tuvo que sentarse, de pésimo humor. Greene, por su parte, repitió los argumentos del día anterior: "No puedo pagar cinco pesos ahora. La ganancia de las minas no lo permite. He andado por estas colinas un largo tiempo. He gastado millones de dólares en construir aquí el más floreciente campo minero de México. He sido siempre sincero con ustedes y les pido que lo sean conmigo". Ahora, sin embargo, después del viernes sangriento, la respuesta a su discurso fue muy distinta; un obrero resumió el sentir general: "Sí, todo eso es cierto, pero ¿por qué no nos pagan lo mismo que a los americanos?" La tensión subió tanto de tono que los empleados estadounidenses tuvieron que amartillar sus fusiles, lo que desbandó a la multitud y permitió que la policía efectuara nuevos arrestos, sobre todo porque pudo identificar a quienes interpelaron a ambos personajes.

Sin embargo, la masa no se dispersó del todo. Los ánimos estaban demasiado caldeados para eso; en realidad hubo nuevos tiroteos entre los huelguistas y los empleados estadounidenses y la policía durante las horas siguientes, pero sin que fuera necesario recurrir a los voluntarios, que permanecieron acuartelados en su tren. Como a las dos de la tarde llegaban los 20 rurales que el gobernador había dejado en ímuris, con el comandante Luis Medina Barrón a la cabeza, y a las cinco de la tarde hacía su arribo Kosterlitzky, el temido jefe de la gendarmería fiscal de Sonora. Su presencia fue decisiva en varios sentidos. Terminaron con los últimos disturbios, hicieron prescindible la estancia de los voluntarios y comenzó el desarme de los empleados estadounidenses. De hecho, en la conferencia entre Izábal, Torres y Kosterlitzky, decidieron que era necesario dar las gracias al grupo de Rynning y despedirlo. Sin embargo, todo indica que Greene, ayudado por el maquinista del tren, simuló una avería para retrasar su salida hasta las 9 de la noche, cuando estuvo seguro de que la situación había sido controlada.

En ese sábado todavía algunos esforzados agitadores estuvieron tratando de reagrupar las fuerzas de los huelguistas, pero la presencia de los rurales, la gendarmería fiscal y su evidente inferioridad en el terreno de las armas mermaron sus posibilidades. Algunos grupos llegaron incluso a cometer nuevos saqueos, pero ahora de las tiendas de los chinos Quong Sang Lung y Fong Fo Qui, y la de los hermanos suizos Monnin. De las primeras se llevaron casimires, telas, ropa, alimentos y varias cajas de tequila, whisky, cognac y oporto; y de la última, relojes, cadenas y otras cosas menores. Eran actos en los que se había perdido toda intencionalidad política y sólo sirvieron para aumentar el número de presos en la cárcel.

La noche fue ya más bien tranquila. Al día siguiente hubo nuevos arrestos, llegaron varios cientos de soldados, y los dirigentes estatales y de la empresa hablaban con los obreros para instarlos a retomar a sus labores. De hecho, no es difícil creer que Luis E. Torres amenazara con incorporar al ejército o enviar a Valle Nacional a los obreros que no volvieran al trabajo en dos días. Pocos lo hicieron ese día, pero el lunes ya funcionaron las principales instalaciones. El martes 5 Izábal descubrió las conexiones de los liberales con los magonistas, y fueron aprehendidos sus líderes: Diéguez, Baca Calderón, Ibarra y otros. Muchos más escaparon de la ciudad, no sólo mexicanos, sino activistas estadounidenses de la WFM. El día 9 Greene pudo informar a The New York Times que:

Una calma absoluta reina en Cananea. No se ha hecho o hará ningún cambio en los salarios pagados. El gobierno mexicano ha actuado pronta y eficientemente. Ochenta y cuatro de los cabecillas están ahora en la cárcel. Estos arrestos junto con la muerte de los principales líderes de la turba han restaurado la calma. Los hombres están regresando rápidamente y las minas podrían estar en marcha a toda su capacidad por el quince de este mes.

La huelga había terminado, aunque Ilevaría un largo tiempo superar los perjuicios causados por este infortunado asunto y restaurar la total armonía", como reconoció el gerente A. S. Dwight. En efecto, el clima de agitación, la inquietud y el rencor tardarían meses en disiparse, a pesar de la campaña emprendida por El Heraldo de Cananea para pregonar que "Aquí no existe más revolución que la del trabajo que abunda, la del capital que se duplica en grandes empresas y la que trae consigo toda la evolución progresista".

Fuente: * Fragmento tomado de La Huelga de Cananea en 1906. Una reinterpretación, de Nicolás Cárdenas, Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, Hemeroteca virtual ANUIES, www.hemerotecadigital.unam.mx/ANUIES



A las 14 horas, los huelguistas en marcha llegaron hasta la maderería de la empresa. El gerente los recibió a balazos, cayeron los primeros mineros. Los obreros respondieron a la provocación, luego quemaron a la maderería, se iniciaron los enfrentamientos violentos. FOTO: A.V. Casasola.



Los enfrentamientos se extendieron por la población, cientos de huelguistas fueron detenidos. Al siguiente día, las fuerzas de la dictadura encabezadas por el propio gobernador de Sonora, junto con los rangers del ejército norteamericano procedieron a sofocar el conflicto. Los líderes del movimiento fueron detenidos y enviados a la prisión de San Juan de Ullúa. FOTO: A.V. Casasola.
Esta página es construida por trabajadores del sector energía.
La información contenida puede citarse total o parcialmente, mencionando la fuente.


Comentarios Comisión de Energia Suscribirse Comisión de Prensa