Los acontecimientos de la huelga de Cananea
han sido reseñados muchas veces, pero tal vez no se ha hecho
hincapié en algunos detalles que nos permitan interpretarla
correctamente. Por ello vale la pena narrarla una vez más.
La
víspera estuvo llena de preparativos de los actores, aunque una
visión desapasionada nos diría que la empresa y el gobierno lo
hicieron con mayor cuidado. Todo lo que sabemos de los huelguistas es que
habían alistado unas pocas banderas tricolores y blancas. En una de las
primeras, la más grande, podía leerse la leyenda "$5.00 ocho
horas", donde se resumía el carácter económico del
conflicto. En cambio, el presidente municipal tenía informes de las
reuniones de los clubes y pudo poner bajo vigilancia a Gutiérrez de Lara
y a Bermúdez desde el día 29 de mayo. Aun así, a las cinco
de la mañana del 1 de junio lo despertó una llamada del comisario
del Ronquillo, Pablo Rubio, quien le avisaba del estallido de la huelga.
Por su parte, Greene, atento a las noticias que recibió la noche
del 31 de mayo sobre reuniones de "clubes socialistas" y a la amenaza de que los
problemas empezarían al siguiente día, canceló una de sus
expediciones a la Sierra Madre y se puso a preparar una respuesta en su estilo
del viejo oeste, decidida y hasta frenéticamente. Después de
reunirse con los directivos de la compañía, tomó un tren y
salió de Cananea a las 10 de la noche. Con él iba Ignacio
Macmanus, entonces regidor en el Ayuntamiento y cajero del Banco de Cananea, a
quien un tren especial llevaría a Hermosillo con la misión de
exponer el asunto al gobernador Izábal y solicitarle el envío de
tropas. También pararía en Magdalena para requerir a los coroneles
Fenochio y Kosterlitzky el auxilio de los rurales y la gendarmería
fiscal. Greene se quedó en Bisbee, platicó con el magnate del
cobre Walter Douglas y compró 98 rifles, 5,000 cartuchos y 20 pistolas en
la tienda de Brophy. Además, encargó otros 100 rifles a la ciudad
de Douglas. De regreso, pasó por Naco sin tomarse la molestia de declarar
sus compras en la aduana ("el papeleo y las pequeñas complicaciones en
ese puesto podrían arreglarse después"), llegó a Cananea a
las cuatro de la madrugada, sacó sus autos y distribuyó las armas
a sus hombres de mayor confianza por medio del gerente Dwight y de Metcalf, el
encargado de la maderería. Además, ya en la noche del jueves se
colocaron guardias en algunas propiedades de la empresa. Todas estas medidas,
según el gerente, habrían orillado a los conspiradores a abandonar
la idea de abrir la huelga con demostraciones de violencia.
Todo indica
que este ajetreo no fue conocido por los operarios del turno de noche de la
Oversight, a quienes se había anunciado al comienzo de la jornada (las 23
horas) que a partir del día siguiente las obras de extracción se
trabajarían a "contrato", lo cual incidiría en el empleo e
intensidad del trabajo de barreteros, rezagadores, ademadores y carreros.
Seguramente en el curso de las labores tomaron el acuerdo de llegar a la huelga,
y a las cinco de la mañana la estallaron. Los más de 400 operarios
se plantaron frente a las oficinas de la mina mientras gritaban "¡Cinco
pesos y ocho horas de trabajo! ¡Viva México!", Ahí esperaron
al pueblo que entraba a las siete de la mañana, para incorporarlo al
movimiento, en tanto enviaban a Álvaro Diéguez por su hermano
Manuel y por Esteban Baca Calderón para pedirles que encabezaran la
protesta.
A esa hora comenzaron los telefonazos. El comisario del
Ronquillo, Pablo Rubio, despertó al presidente municipal Filiberto
Barroso a las cinco de la mañana, y poco después llegaban juntos
al lugar acompañados del juez auxiliar Arturo Carrillo. Ahí
escucharon sus quejas, pero encontraron difícil determinar
"quiénes encabezaban la reunión"; ante la imposibilidad de
"aprehender a todos", los conminaron a elegir representantes para exponer sus
quejas, así como a no ejercer actos de violencia. En ese momento se
nombró la comisión, que fue citada a las diez de la mañana
en la comisaría. Antes de partir hacia ese punto, tomó la palabra
Baca Calderón para exhortar a sus compañeros a preservar el orden
público "a fin de impedir que elementos malsanos, mal intencionados,
cometieran actos de violencia contra las personas, contra la propiedad, dando
pretexto a las autoridades para disolver la huelga".
Mientras el mismo
Baca Calderón pergeñaba apresuradamente un pliego petitorio, el
grupo de huelguistas marchó a la ciudad y a su paso invitaba a los
demás trabajadores a unirse al paro. De hecho, el testimonio de
Plácido Ríos indica que algunos, incluso liberales, estaban
reticentes a sumarse, pero que la fuerza del creciente número los
"convenció". En la concentradora nueva, por ejemplo, "algunos que no
sabían nada se nos echaban encima. Pero como éramos más
acabamos por llevarlos con nosotros". Esta bola de nieve terminó por ser
una multitud de unos 1200 trabajadores que se apostó frente a la
comisaría en espera de noticias. El ambiente hasta ese momento
seguramente era de fiesta; los trabajadores comentaban los sucesos,
discutían, y se congregaban. De hecho, es casi seguro que las cantinas
fueran muy visitadas, pues fue a las 2:30 de la tarde cuando el presidente
municipal, en vista de la efervescencia popular, mandó cerrarlas.
La conferencia fue un fracaso. La empresa estuvo representada en esa
única reunión por tres funcionarios públicos mexicanos y el
representante legal de la compañía, Pedro Robles. El gerente
Dwight había tenido una conversación telefónica con Barroso
antes de las ocho de la mañana y en ella le había dicho que las
peticiones eran absurdas, de tal modo que lo conveniente sería que en la
reunión estuvieran Barroso, Pablo Rubio y Robles, quienes podían
explicar no sólo la actitud de la compañía, sino
también las leyes mexicanas implicadas. Más aún, le
demandó al presidente municipal protección para las vidas y
propiedades de la compañía. Los delegados, por su parte,
plantearon las demandas de cinco pesos de salario mínimo, la jornada de
ocho horas en todas las labores, la destitución y el cambio de algunos
capataces, así como la posibilidad del ascenso para los operarios
mexicanos. Aunque en el primer pliego se pedía un máximo de 25 %
de extranjeros en la compañía, no parece haberse insistido mucho
en ese punto. La parte patronal, por supuesto, no aceptó ninguna de
ellas, y aunque reconoció su derecho a pedir más salario, menos
horas de trabajo y otras "concesiones", les hizo ver que la forma elegida para
manifestarse los convertía, de acuerdo con el código penal, en
delincuentes. Mientras no regresaran al trabajo, no podían tomar siquiera
en consideración sus demandas; debían ponerlas por escrito y
esperar la resolución de la empresa. Las pláticas no pasaron de
ahí.
En tanto, los representantes obreros informaban de estos
pobres resultados; otra vez Baca Calderón fungía como amanuense y
redactaba el segundo y definitivo pliego, que fue enviado a Greene. En él
se quejaban de la falta de estímulo y equidad en el sueldo asignado a los
mexicanos, del trabajo dado a contrato (que se traduciría en despidos), y
planteaban la necesidad de tener jefes mexicanos. Finalmente, pedían un
aumento general de un peso y ocho horas de trabajo en general.
Aunque
Greene recibió este pliego y escribió una respuesta fechada ese
mismo día, ésta se entregó a los huelguistas, en el mejor
de los casos, hasta el 3 de junio. De cualquier modo, el hecho es que ahí
terminaron las conversaciones. Alrededor de las 11:30 de la mañana
salió Greene a encarar a la multitud, aparentemente desarmado. Les hizo
un discurso largo, como de 15 a 20 minutos, donde seguramente resumió esa
respuesta. El mismo había sido un minero como ellos y en sus minas se
pagaban los salarios más altos del país. El trabajo a contrato no
podía perjudicarlos, pues normalmente había escasez de obreros
competentes; además, no podía impedirse, en justicia, que la
compañía diera a contrato determinados trabajos. También
explicó que las minas contenían metales de baja ley, que
requerían su extracción y procesamiento en gran escala, por lo que
en el futuro se ocuparía gran número de operarios. Era imposible
aumentar los salarios en las condiciones actuales, pues el resultado "natural"
sería el cierre de la empresa, mientras que la jornada laboral
dependía de la naturaleza del trabajo, no podía ser
homogénea. En cuanto a la designación de jefes, defendió el
punto como una prerrogativa irrenunciable de "todas aquellas personas quienes,
por medio de una gran inversión de capital y por el trabajo de muchos
años, llegan a desarrollar una empresa manufacturera que ocupa tantos
operarios como la de Cananea". En fin, también hizo un recuento de todo
lo que la compañía había proporcionado en materia de
habitación, servicios, caminos, bienes de consumo y seguridad.
Es
difícil saber si este discurso tuvo una buena acogida; Greene recordaba
algunos vivas para su persona y que la multitud comenzó a dispersarse,
pero como en toda su versión, parece exagerado. Tal vez algunos hayan
dudado del curso de los acontecimientos, pero los activistas, al conocer el
fracaso de las pláticas y las amenazas de ser tratados como delincuentes,
se esforzaron por reagrupar a la masa y convencerla de la necesidad de lograr el
paro general.
En las dos horas siguientes ocurrió una
radicalización del conflicto. Los activistas trataban de conseguir el
consenso necesario para convertir al movimiento en una huelga general, las
cantinas se volvían lugares de discusión acalorada, y circulaba en
las calles un pasquín que demandaba un gobierno electo por el pueblo,
tachaba al actual de corrupto y ambicioso, y reclamaba la igualdad entre
mexicanos y extranjeros. Su tono, ciertamente, era violento: "Execración
sin igual, que un mexicano valga menos que un yankee, que un negro o un chino,
en el mismo suelo mexicano. Esto se debe al pésimo gobierno que da las
ventajas a los aventureros con menoscabo de los verdaderos dueños de esta
desafortunada tierra".
Dentro de la historiografía revolucionaria
se ha insistido en que este libelo no fue producido por ninguna de las dos
organizaciones liberales, e incluso alguno ha acusado a Greene de ser el autor
de esa hoja, que habría servido para justificar el baño de sangre
que siguió. Sin embargo, el volante no se menciona en ninguno de los
reportes de los directivos de la compañía que, fuera de alguna
exageración, relatan con todo detalle sus actos de esos días, y
Barroso afirma que las proclamas ya estaban circulando el día 31. En fin,
no hay prueba para confirmar esa hipótesis, y tal vez debería
considerarse que sí pudo haber sido obra aislada de algunos activistas
radicales al calor de los acontecimientos.
El hecho es que
aproximadamente a las 14 horas la multitud estaba de nuevo reunida con el
propósito de visitar todas las dependencias de la compañía
y asegurarse de que los trabajos se suspendieran. Mediante esta nueva marcha
lograron parar la concentradora, la mina Veta Grande y la fundición, para
dirigirse después a la maderería. Mientras tanto, Greene y Kirk,
armados, salieron a poner guardias en todos esos puntos con el fin de evitar
incendios u otros daños, y se toparon con la multitud. Greene
trató de detenerlos y hablar con ellos, pero ya no lo escucharon.
Mientras los directivos protegían los puntos clave, y lograban la
anuencia del jefe de Policía para que los empleados estadounidenses
armados fueran considerados como delegados de policía incluso en "los
más extremos casos de vida y muerte", la columna se había
engrosado y llegó como a las 15 horas a la maderería. Curiosamente
todos los testimonios no mencionan la presencia de Diéguez ni de Baca
Calderón, y Ríos recordaba haberse retirado a su casa. El
único que iba "en primera fila" parece haber sido Gutiérrez de
Lara. Ahí, los hermanos Metcalf, avisados telefónicamente, se
dispusieron a evitar que sus empleados se sumaran a los paristas, cerraron las
puertas y dirigieron la manguera contra incendios hacia la multitud. El
baño de agua sobre sus ropas domingueras prendió más los
ánimos y una andanada de piedras y palos cayó sobre las puertas.
Un beligerante George Metcalf, conocido por su impaciencia y arbitrariedad,
salió armado con un fusil y advirtió que si alguien intentaba
pasar le dispararía. De pronto sonó un disparo, un huelguista
cayó y la multitud se abalanzó contra el gerente Metcalf, quien
fue asesinado con candeleros de minero. Su hermano Will y tal vez otros dos
empleados dispararon en su ayuda, pero pronto fueron también muertos. El
líder obrero, del que no sabemos su nombre, se quedó con el fusil
de Metcalf, y algún huelguista, al descubrir a un estadounidense vendedor
de alfalfa que casualmente había estado en la maderería, quiso
aprovechar para quedarse con su reloj de oro. El líder, sin embargo, lo
obligó a regresarlo y lo reprendió: "no somos ladrones,
sólo queremos nuestros derechos", le dijo. Al final se prendió
fuego al local, en donde se encontraron otros dos cuerpos calcinados. Por los
huelguistas, tres habían muerto.
La excitación posterior a
este acto debe haber sido notable. Los huelguistas dejaron a los Metcalf sobre
el terreno, cargaron a sus muertos y bajaron hacia la plaza, la tienda y el
banco. Mientras, Greene y Dwight proseguían con sus esfuerzos por
resguardar sus posesiones. El primero se había pasado los últimos
minutos en el tren a toda marcha y con dos automóviles corriendo a gran
velocidad por en medio de las apretadas filas de huelguistas, quienes
tenían que correr en todas direcciones para salvarse de ser atropellados.
Ambos, después del episodio de la maderería, encabezaban sendos
grupos de estadounidenses armados y a pie, cuando en la esquina de Sonora se
toparon con el grueso de la marcha, tan abigarrada que no podían pasar.
Greene instruyó -según su propia versión- a sus muchachos
para no disparar sino cuando fuese absolutamente necesario y, en ese caso, a los
líderes. Algunos huelguistas, intimidados por la formación
abierta, dieron vuelta, pero muchos no. Dwight los encaró con su pistola
y se engarzó en un forcejeo con uno de los que resistían, cuando
su pistola cayó. En ese momento un hombre alto con camisa negra
corrió hacia él y a poco más de dos metros le
disparó a la cabeza con un revólver. Para fortuna del gerente, el
disparo sólo le causó un rasguño, pero Greene, quien
seguía las acciones, disparó y comenzó una balacera de unos
diez segundos en los que se hicieron unos 40 tiros por ambos lados. El resultado
fue favorable, como era lógico, a los mejor armados y seis huelguistas
quedaron sin vida sobre el terreno. La multitud se dispersó en todas
direcciones, aunque la mayor parte se dirigió hacia la presidencia
municipal a pedir armas, sólo para que varios fueran apresados
ahí. Otros se dirigieron al Ronquillo, donde se encontraban las casas de
empeño.
Por las calles se daban algunos pequeños
enfrentamientos que no dejaron muertos, como el que recuerda Ríos en el
camino de su casa al Ronquillo. Y ya desde ese momento un grupo de
estadounidenses borrachos, quienes se veían a sí mismos como unos
vaqueros, parapetados en los altos del hotel "Los Ángeles", se
habían convertido en francotiradores que disparaban contra lo que se
moviera. Tal era su excitación que los mismos empleados de la
compañía, armados, tuvieron que capturarlos y desarmarlos uno a
uno.
En la botica Juárez se reagrupaba un nutrido grupo, al que
Ríos incitó a asaltar los montepíos. En uno de ellos, el
dueño, un francés de nombre Juan Pons, cerró y trató
de impedir la entrada pero la muchedumbre forzó una ventana, abrió
las puertas y pasó literalmente sobre él y Ríos que
discutían. En la disputa por las pocas armas, a Ríos le
tocó una "chiquita, una pistola cualquiera", aunque también hubo
quienes se llevaron relojes y anillos. En ese momento aparecieron diez
policías y diez guardias de la cárcel, quienes trabaron una
balacera con los recién armados huelguistas durante varios minutos. En
esta acción hubo pocas bajas: un herido entre el pueblo y un caballo de
los policías, pero fueron aprehendidos varios revoltosos y se decomisaron
tres carabinas, dos pistolas y 35 cartuchos.
A partir de ese momento las
reforzadas fuerzas policíacas y la guardia de la cárcel tomaron la
ofensiva. Para darles libertad de acción, 30 de los empleados
estadounidenses armados fueron a custodiar la cárcel, donde aumentaba a
cada hora el número de detenidos. En total, las fuerzas del gobierno
difícilmente deben haber superado los 100 elementos, pero a diferencia de
los huelguistas, estaban bien armados. De hecho, en las refriegas que siguieron
ninguno de ellos fue muerto, y sí varios de los huelguistas.
Además, otros grupos de estadounidenses a bordo de los automóviles
de Greene o parapetados en el hotel Meza, contribuían a aumentar la
confusión en las acciones. Poco a poco la nutrida balacera fue
disminuyendo y la multitud comenzó a retirarse a los campos mineros
ubicados más bien en la falda de los cerros. Por la noche la
situación parecía controlada: las principales dependencias de la
empresa estaban resguardadas por los empleados de la compañía, la
policía reforzada patrullaba los barrios más populosos,
disolvía las reuniones y tomaba nuevos rehenes entre los pobremente
armados huelguistas. Greene, por su parte, esperando ya el arribo de algunos
rurales procedentes de Ímuris, envió cerca de la medianoche un
tren con destino a Puertecitos, pero en Buena Vista los mexicanos lo
descarrilaron y sostuvieron una balacera durante media hora contra los cuatro
estadounidenses enviados, quienes regresaron sorpresivamente ilesos.
Esa
noche, mientras en los barrios mexicanos se velaba a los muertos, los alarmados
estadounidenses enviaron a sus mujeres e hijos a Bisbee en un tren especial.
Llegaron alrededor de las 23 horas y sus versiones un tanto histéricas de
lo ocurrido en el día, inflamaron todavía más los
ánimos de la multitud ahí reunida. Ésta llevaba varias
horas en la plaza, muchos parecían borrachos de la excitación, y
otros más lo estaban literalmente, pues habían colmado los
saloons para calmar sus nervios, a tal grado que a las siete de la noche
un edicto ordenó su cierre y suspendió la venta de licor.
Además, Walter Douglas, gerente de la Copper Queen Company, había
puesto en contacto a Tom Rynning, jefe de los rangers de Arizona con Greene,
mientras el marshall Biddy Doyle reclutaba rápidamente a más de
250 hombres dispuestos a marchar sobre Cananea. En tanto, los voluntarios se
armaban y esperaban un tren para encontrarse en Naco con el gobernador de
Sonora, Rafael Izábal; un grupo de quince, encabezado por el impaciente
Edward Buchner, director físico de la Young Men Christian Association
(YMCA) local, tomó sus caballos y marchó a la frontera. Ahí
varios funcionarios mexicanos estaban pendientes en la garita de entrada, puesto
que algunos estadounidenses ya habían insistido en pasar armas y
municiones con destino a Cananea, El grupo de Buchner, reforzado con otras diez
de esas personas, quiso forzar el paso y emprendió un combate con los
celadores de la aduana, quienes lograron rechazarlos. El resultado fue un herido
en cada bando.
Rynning y sus voluntarios llegaron a Naco a la 1 de la
madrugada del 2 de junio y esperaron el arribo de Izábal. Entre tanto,
las máximas autoridades de ambos países habían tomado nota
de los acontecimientos y entraban en acción. El cónsul
estadounidense presionaba al secretario de Estado Elihu Root para que ordenara
la movilización de tropas de Fort Huachuca; Greene urgía con
insistencia a Rynning que avanzara a Naco sin esperar a Izábal, y Rynning
a su vez solicitaba una apresurada baja como oficial estadounidense al
gobernador de Arizona, Joseph Kibbey. Afortunadamente, según comenta
Sonnichsen, las cabezas en Washington estaban más frías que en
Cananea, de tal modo que no ordenaron movimientos irresponsables. Soldados de
Fort Huachuca llegaron a Naco, pero nunca recibieron orden de cruzar y Kibbey,
por su parte, explicó a Rynning claramente que "nuestra autoridad tiene
sus límites en la frontera. Cualquiera que cruce a Sonora a cuenta de los
problemas de Cananea, lo hará bajo su propio serio riesgo y todos los
americanos debieran ser advertidos. Tengo total confianza en su buena
discreción".
Del lado mexicano también había
decisiones. Izábal telegrafió el mismo día 1 al presidente
municipal, Barroso, indicándole que debía aprehender a los
responsables del motín; le dio autorización para armar a la "gente
que juzgue necesaria a fin de cumplir esta disposición" y, una vez que
habló con Macmanus, alistó una fuerza y tomó el mismo tren
especial hacia Cananea. Ramón Corral, mientras tanto, había
telegrafiado a Izábal en su estilo seco y directo: "Queda usted
autorizado para obrar como sea necesario y se le encomienda toda
energía". Poco después, agregaba que bajo ningún pretexto
debía permitir el ingreso a territorio mexicano de fuerzas auxiliares
estadounidenses, cualquiera que fuese su carácter, pues el gobierno
mexicano tenía todos los medios para restablecer el orden.
Contra
estas indicaciones, sin embargo, estaba el aislamiento geográfico de
Cananea; sólo era posible llegar en tren a través de territorio
estadounidense. Como las tropas mexicanas no podían cruzar la frontera,
los 20 soldados que llevaba Izábal, más los varios cientos al
mando de Torres, debían viajar a caballo desde ímuris o Magdalena.
Los rurales al mando de Kosterlitzky, también acantonados en Magdalena,
una vez que recibieron la orden de marchar, salieron alrededor de las siete de
la noche del viernes, pero necesitaban unas 20 horas para cruzar los 100 km de
terreno montañoso que los separaban de Cananea. Podrían estar
ahí en la tarde del sábado 2 de junio, no antes. En cambio,
Izábal y Torres viajaron por tren y llegaron a Naco, Sonora, hacia las
siete de la mañana, donde los esperaba un impaciente Rynning con su banda
de vaqueros, mineros, y "los fuera de la ley usualmente dispersos que uno
siempre encuentra alrededor de la zona".
En Naco, Izábal y Torres
enfrentaron un problema. Así como Rynning no recibió a tiempo la
orden del gobernador para no cruzar la frontera, el telegrama de Corral con el
que prohibía aceptar ayuda de extranjeros tampoco alcanzó al
gobernador en Naco. Y ambos no tenían ni buena discreción ni la
cabeza fría, sobre todo cuando Izábal habló
telefónicamente con Greene y éste le informó: "el estado de
cosas es horroroso". Así que cuando Ryrming propuso que los voluntarios
podían cruzar corno ciudadanos individuales movidos por propósitos
privados, los funcionarios mexicanos aceptaron el plan. Rynning explicó a
sus hombres, de los cuales cinco eran rangers, la razón de esta argucia
legal, y también que actuarían bajo las órdenes de
Izábal. Después, sin formación, como una "manada de
ovejas", pasaron la línea los 275 voluntarios y ofrecieron sus servicios
a Izábal, Torres los aceptó en el ejército, nombró
capitán a Rynning, explicó que quedaban sujetos a las leyes
mexicanas, y rápidamente marcharon a la ciudad del cobre. Ahí los
recibió una expectante multitud a media mañana del sábado 2
de junio. Hubo un discurso de bienvenida hecho por Greene, al que impugnaron a
gritos Lázaro Gutiérrez de Lara y otros, por lo cual fueron
encarcelados.
La primera actividad de Izábal y de Torres fue
visitar la concentradora y las minas cercanas; después, se hospedaron en
el Club Hotel, frente a las oficinas principales de la empresa, en el Ronquillo.
Ahí el gobernador subió al descapotable de Greene, y ambos
hablaron ante más de 2,000 personas después de que los voluntarios
marcharon en fila a la concentradora y regresaron posteriormente a la
estación, en una demostración de fuerza. Mientras hablaban, la
tensión podía cortarse en el aire. Una famosa fotografía
muestra a los empleados estadounidenses en los portales de las oficinas con sus
rifles, y la multitud cercando materialmente al automóvil. Se escuchaban
gritos, silbidos, risas burlonas e interpelaciones. El gobernador habló
con el tono del padre que regaña a sus hijos por una mala acción:
"Ustedes han hecho cosas que no pueden ser aprobadas por el gobierno. No pueden
tener un lugar en este mineral matando y saqueando, mientras yo sea gobernador.
Estoy aquí por sus intereses, y les garantizo que todos sus derechos
serán respetados, pero primero debe haber ley y orden". Varias veces fue
interpelado por obreros que le gritaban sus agravios, y por fin tuvo que
sentarse, de pésimo humor. Greene, por su parte, repitió los
argumentos del día anterior: "No puedo pagar cinco pesos ahora. La
ganancia de las minas no lo permite. He andado por estas colinas un largo
tiempo. He gastado millones de dólares en construir aquí el
más floreciente campo minero de México. He sido siempre sincero
con ustedes y les pido que lo sean conmigo". Ahora, sin embargo, después
del viernes sangriento, la respuesta a su discurso fue muy distinta; un obrero
resumió el sentir general: "Sí, todo eso es cierto, pero ¿por
qué no nos pagan lo mismo que a los americanos?" La tensión
subió tanto de tono que los empleados estadounidenses tuvieron que
amartillar sus fusiles, lo que desbandó a la multitud y permitió
que la policía efectuara nuevos arrestos, sobre todo porque pudo
identificar a quienes interpelaron a ambos personajes.
Sin embargo, la
masa no se dispersó del todo. Los ánimos estaban demasiado
caldeados para eso; en realidad hubo nuevos tiroteos entre los huelguistas y los
empleados estadounidenses y la policía durante las horas siguientes, pero
sin que fuera necesario recurrir a los voluntarios, que permanecieron
acuartelados en su tren. Como a las dos de la tarde llegaban los 20 rurales que
el gobernador había dejado en ímuris, con el comandante Luis
Medina Barrón a la cabeza, y a las cinco de la tarde hacía su
arribo Kosterlitzky, el temido jefe de la gendarmería fiscal de Sonora.
Su presencia fue decisiva en varios sentidos. Terminaron con los últimos
disturbios, hicieron prescindible la estancia de los voluntarios y
comenzó el desarme de los empleados estadounidenses. De hecho, en la
conferencia entre Izábal, Torres y Kosterlitzky, decidieron que era
necesario dar las gracias al grupo de Rynning y despedirlo. Sin embargo, todo
indica que Greene, ayudado por el maquinista del tren, simuló una
avería para retrasar su salida hasta las 9 de la noche, cuando estuvo
seguro de que la situación había sido controlada.
En ese
sábado todavía algunos esforzados agitadores estuvieron tratando
de reagrupar las fuerzas de los huelguistas, pero la presencia de los rurales,
la gendarmería fiscal y su evidente inferioridad en el terreno de las
armas mermaron sus posibilidades. Algunos grupos llegaron incluso a cometer
nuevos saqueos, pero ahora de las tiendas de los chinos Quong Sang Lung y Fong
Fo Qui, y la de los hermanos suizos Monnin. De las primeras se llevaron
casimires, telas, ropa, alimentos y varias cajas de tequila, whisky, cognac y
oporto; y de la última, relojes, cadenas y otras cosas menores. Eran
actos en los que se había perdido toda intencionalidad política y
sólo sirvieron para aumentar el número de presos en la
cárcel.
La noche fue ya más bien tranquila. Al día
siguiente hubo nuevos arrestos, llegaron varios cientos de soldados, y los
dirigentes estatales y de la empresa hablaban con los obreros para instarlos a
retomar a sus labores. De hecho, no es difícil creer que Luis E. Torres
amenazara con incorporar al ejército o enviar a Valle Nacional a los
obreros que no volvieran al trabajo en dos días. Pocos lo hicieron ese
día, pero el lunes ya funcionaron las principales instalaciones. El
martes 5 Izábal descubrió las conexiones de los liberales con los
magonistas, y fueron aprehendidos sus líderes: Diéguez, Baca
Calderón, Ibarra y otros. Muchos más escaparon de la ciudad, no
sólo mexicanos, sino activistas estadounidenses de la WFM. El día
9 Greene pudo informar a The New York Times que:
Una calma absoluta
reina en Cananea. No se ha hecho o hará ningún cambio en los
salarios pagados. El gobierno mexicano ha actuado pronta y eficientemente.
Ochenta y cuatro de los cabecillas están ahora en la cárcel. Estos
arrestos junto con la muerte de los principales líderes de la turba han
restaurado la calma. Los hombres están regresando rápidamente y
las minas podrían estar en marcha a toda su capacidad por el quince de
este mes.
La huelga había terminado, aunque Ilevaría un
largo tiempo superar los perjuicios causados por este infortunado asunto y
restaurar la total armonía", como reconoció el gerente A. S.
Dwight. En efecto, el clima de agitación, la inquietud y el rencor
tardarían meses en disiparse, a pesar de la campaña emprendida por
El Heraldo de Cananea para pregonar que "Aquí no existe más
revolución que la del trabajo que abunda, la del capital que se duplica
en grandes empresas y la que trae consigo toda la evolución
progresista".
Fuente: *
Fragmento tomado de La Huelga de Cananea en 1906. Una reinterpretación,
de Nicolás Cárdenas, Universidad Autónoma
Metropolitana-Unidad Xochimilco, Hemeroteca virtual ANUIES,
www.hemerotecadigital.unam.mx/ANUIES