Nada sabemos del nacimiento de Don
Quijote, nada de su infancia y juventud, ni de cómo se fraguara el
ánimo del Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos.
Nada sabemos de sus padres, linaje y abolengo, ni de cómo hubieran ido
asentándosele en el espíritu las visiones de la asentada llanura
manchega en que solía cazar; nada sabemos de la obra que hiciese en su
alma la contemplación de los trigales salpicados de amapolas y
clavellinas; nada sabemos de sus
mocedades.
Se ha perdido toda la memoria de
su linaje, nacimiento, niñez y mocedad; no nos la ha conservado ni la
tradición oral ni testimonio alguno escrito, y si alguno de éstos
hubo, hase perdido o yace en el polvo secular. No sabemos si dio o no muestras
de su ánimo denodado y heroico ya desde tierno infante, al modo de esos
santos de nacimiento que ya desde mamoncillos no maman los viernes y días
de ayuno, por mortificación y dar buen
ejemplo.
Respecto a su linaje, declaró
él mismo a Sancho departiendo con éste después de la
conquista del yelmo de Mambrino, que si bien era «hidalgo de solar
conocido, de posesión y de propiedad y de devengar quinientos
sueldos» no descendía de reyes, aunque, no obstante ello, el sabio
que escribiese su historia podría deslindar de tal modo su parentela y
descendencia que le hallase ser quinto o sexto nieto de rey. Y de hecho no hay
quien, a la larga, no descienda de reyes, y de reyes destronados. Mas él
era de los linajes que son y no fueron. Su linaje empieza en
él.
Es extraño, sin embargo,
cómo los diligentes rebuscadores que se han dado con tanto ahínco
a escudriñar la vida y milagros de nuestro Caballero no han llegado
aún a pesquisar huellas de tal linaje, y más ahora en que tanto
peso se atribuye en el destino de un hombre a eso de su herencia. Que Cervantes
no lo hiciera, no nos ha de sorprender, pues al fin creía que es cada
cual hijo de sus obras y que se va haciendo según vive y obra; pero que
no lo hagan estos inquisidores que para explicar el ingenio de un héroe
husmean si fue su padre gotoso, catarroso o tuerto, me choca mucho, y
sólo me lo explico suponiendo que viven en la tan esparcida cuanto
nefanda creencia de que Don Quijote no es sino ente ficticio y
fantástico, como si fuera hacedero a humana fantasía el parir tan
estupenda figura.
Aparécesenos el
hidalgo cuando frisaba en los cincuenta años, en un lugar de la Mancha,
pasándolo pobremente con una «olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los
sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura
los domingos», lo cual todo consumía «las tres partes de su
hacienda», acabando de concluirla "sayo de velarte, calzas de velludo para
las fiestas con sus pantuflos de lo mismo y los días de entre semana...
vellorí de lo más fino». En un parco comer se le iban las
tres partes de sus rentas, en un modesto vestir la otra cuarta. Era, pues, un
hidalgo pobre, un hidalgo de gotera acaso, pero de los de lanza en
astillero.
Era hidalgo pobre, mas a pesar de
ello, hijo de bienes, porque, como decía su contemporáneo el
doctor don Juan Huarte en el capítulo XVI de su Examen de ingenios para
las ciencias, «la ley de la Partida dice que hijodalgo quiere decir hijo de
bienes; y si se entiende de bienes temporales, no tiene razón, porque hay
infinitos hijodalgos, pero si se quiere decir hijo de bienes que llamamos
virtud, tiene la misma significación que dijimos». Y Alonso Quijano
era hijo de bondad.
En esto de la pobreza de
nuestro hidalgo estriba lo más de su vida, como de la pobreza de su
pueblo brota el manantial de sus vicios y a la par de sus virtudes. La tierra
que alimentaba a Don Quijote es una tierra pobre, tan desollada por seculares
chaparrones, que por donde quiera afloran a ras de ella sus entrañas
berroqueñas. Basta ver cómo van por los inviernos sus ríos
apretados a largos trechos entre tajos, hoces y congostos y llevándose al
mar en sus aguas fangosas el rico mantillo que habría de dar a la tierra
su verdura. Y esta pobreza del suelo hizo a sus moradores andariegos, pues o
tenían que ir a buscarse el pan a luengas tierras, o bien tenían
que ir guiando a las ovejas de que vivían, de pasto en pasto. Nuestro
hidalgo hubo de ver, año tras año, pasar a los pastores
pastoreando sus merinas, sin hogar asentado, a la de Dios nos valga, y acaso
viéndose si soñó alguna vez con ver tierras nuevas y correr
mundo.
Era pobre, «de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la
caza». De lo cual se saca que era de temperamento colérico, en el
que predominan calor y sequedad, y quien lea el ya citado Examen de ingenios que
compuso el doctor don Juan Huarte, dedicándoselo a S. M. el Rey Don
Felipe II, verá cuán bien cuadra a Don Quijote lo que de los
temperamentos calientes y secos dice el ingenioso físico. De este mismo
temperamento era también aquel caballero de Cristo, Iñigo de
Loyola, de quien tendremos mucho que decir aquí y de quien el P. Pedro de
Rivadeneira en la vida que de él compuso, y en el capítulo 5 del
libro V de ella, nos dice que era muy cálido de complexión y muy
colérico, aunque venció luego la cólera, quedándose
«con el vigor y el brío que ella suele dar, y que era menester para
la ejecución de las cosas que trataba». Y es natural que Loyola
fuese del mismo temperamento que Don Quijote, porque había de ser
capitán de una milicia y su arte, arte militar. Y hasta en los más
pequeños pormenores se anunciaba lo que había de ser, pues al
descubrirnos la estatura y disposición de su cuerpo en el capítulo
XVIII del libro IV nos dice el citado Padre, su historiador, que tenía la
frente ancha y desarrugada y una calva de muy venerable aspecto. La que consuena
con la cuarta señal que pone el doctor Huarte para conocer al que tenga
ingenio militar, y es tener la cabeza calva, y «está la razón
muy clara», dice, añadiendo: «Porque esta diferencia de
imaginativa reside en la parte delantera de la cabeza, como todas las
demás, y el demasiado calor quema el cuero de la cabeza y cierra los
caminos por donde han de pasar los cabellos; allende que la materia de que se
engendra, dicen los médicos que son los excrementos que hace el cerebro
al tiempo de su nutrición, y con el gran fuego que allí hay, todos
se gastan y consumen y así falta materia de que poderse engendrar.»
De donde yo deduzco, aunque el puntualísimo historiador de Don Quijote no
nos lo diga, que éste era también de frente ancha, espaciosa y
desarrugada, y además calvo.
Era Don
Quijote amigo de la caza, en cuyo ejercicio se aprenden astucias y
engaños de guerra, y así es como tras las liebres y perdices
corrió y recorrió los aledaños de su lugar, y debió
de recorrerlos solitario y escotero bajo la tersura sin mancha de su cielo
manchego.
Era pobre y ocioso; ocioso estaba
los más ratos del año. Y nada hay en el mundo más ingenioso
que la pobreza en la ociosidad. La pobreza le hacía amar la vida,
apartándole de todo hartazgo y nutriéndole de esperanzas, y la
ociosidad debió de hacerle pensar en la vida inacabable, en la vida
perturbadora. ¡Cuántas veces no soñó en sus
mañaneras cacerías con que su nombre se desparramara en redondo
por aquellas abiertas llanuras y rodeara ciñiendo a los hogares todos y
resonase en la anchura de la tierra y de los siglos! De sueños de
ambición apacentó su ociosidad y su pobreza, y despegado del
regalo de la vida, anheló inmortalidad no
acabadera.
En aquellos cuarenta y tantos
años de su oscura vida, pues frisaba ésta en los cincuenta cuando
entró en obra de inmortalidad nuestro hidalgo, en aquellos cuarenta y
tantos años, ¿qué había hecho fuera de cazar y
administrar su hacienda? En las largas horas de su lenta vida, ¿de
qué contemplaciones nutrió su alma? Porque era un contemplativo,
ya que sólo los contemplativos se aprestan a una obra como la
suya.
Adviértase que no se dio al
mundo y a su obra redentora hasta frisar en los cincuenta, en bien sazonada
madurez de su vida. No floreció, pues, su locura, hasta que su cordura y
su bondad hubieron sazonado bien. No fue un muchacho que se lanzara a tontas y a
locas a una carrera mal conocida, sino un hombre sesudo y cuerdo que enloquece
de pura madurez de espíritu.
La
ociosidad [y un amor desgraciado de que hablaré más adelante], le
llevaron a darse a leer libros de caballerías con «tanta
afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza y aun la administración de su hacienda» y hasta
«vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros
de caballerías», pues no sólo de pan vive el hombre. Y
apacentó su corazón con las hazañas y proezas de aquellos
esforzados caballeros que, desprendidos de la vida que pasa, aspiraron a la
gloria que queda. El deseo de la gloria fue su resorte de
acción.
«Y así del poco
dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder
el juicio». En cuanto a lo de secársele el cerebro, el doctor
Huarte, de quien dije, nos dice en el capítulo I de su obra que el
entendimiento pide «que el cerebro sea seco y compuesto de partes sutiles y
muy delicadas», y por lo que hace a la pérdida del juicio, nos habla
de Demócrito Abderta, «el cual vino a tanta pujanza de entendimiento
allá en la vejez, que se le perdió la imaginativa, por la cual
razón comenzó a hacer y decir dichos y sentencias tan fuera de
término, que toda la ciudad de Abdera le tuvo por loco», mas al ir a
verle y curarle Hipócrates se encontró con que era «el hombre
más sabio que había en el mundo», y los locos y desatinados
los que le hicieron ir a curarle. Y fue la ventura de Demócrito -agrega
el doctor Huarte- que todo cuanto razonó con Hipócrates «en
aquel breve tiempo fueron discursos del entendimiento, teníanle todos por
hombre discretísimo y muy cuerdo, mas en llegando a los de imaginativa,
donde tenía la lesión, admirábanse todos de su locura,
locura verdaderamente
admirable.»
«Vino a perder el
juicio». Por nuestro bien lo perdió; para dejarnos eterno ejemplo de
generosidad espiritual. Con juicio, ¿hubiera sido tan heroico? Hizo en aras
de su pueblo el más grande sacrificio: el de su juicio. Llenósele
la fantasía de hermosos desatinos, y creyó ser verdad lo que es
sólo hermosura. Y lo creyó con fe tan viva, con fe tan
engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que su desatino le
mostraba, y en puro creerlo hízolo verdad. «En efecto, rematado ya
su juicio, vino a dar en el más extraño, pensamiento que
jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república; hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravios y poniéndose en ocasiones y
peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.» En esto
de cobrar eterno nombre y fama estriba lo más de su negocio; en ello el
aumento de su honra primero y del servicio de su república
después. Y su honra ¿qué era? ¿Qué era eso de la
honra de que andaba entonces tan llena nuestra España? ¿Qué
sino un ensancharse en espacio y prolongarse en tiempo la personalidad?
¿Qué es sino darnos a la tradición para vivir en ella y
así no morir del todo? Podrá ello parecer egoísta, y
más noble y puro buscar el servicio de la república primero, si no
únicamente por lo de buscar el reino de Dios y su justicia, buscarlo por
amor al bien mismo, pero ni los cuerpos pueden menos de caer a la tierra, pues
tal es su ley, ni las almas menos de obrar por ley de gravitación
espiritual, por ley de amor propio y deseo de honra. Dicen los físicos
que la ley de la caída es ley de atracción mutua,
atrayéndose una a otra la piedra que cae sobre la tierra y la tierra
sobre que aquélla cae, en razón inversa a su masa, y así
entre Dios y el hombre es también mutua la atracción. Y si
Él nos tira a Sí con infinito tirón, también
nosotros tiramos de Él. Su cielo padece fuerza. Y es Él para
nosotros, ante todo y sobre todo, el eterno productor de
inmortalidad.
El pobre e ingenioso hidalgo no
buscó provecho pasajero ni regalo de cuerpo, sino eterno nombre y fama,
poniendo así su nombre sobre sí mismo. Sometióse a su
propia idea, al Don Quijote eterno, a la memoria que de él quedase.
«Quien pierda su alma, la ganará» -dijo Jesús-; es
decir, ganará su alma perdida y no otra cosa. Perdió Alonso
Quijano el juicio para ganarlo en Don Quijote: un juicio
glorificado.
«lmaginábase el
pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de
Trapisonda, y se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba.» No fue un
contemplativo tan sólo, sino que pasó del soñar a poner por
obra lo sonado. «Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que
habían sido de sus bisagüelos», pues salía a luchar a un
mundo para él desconocido, con armas heredadas que «luengos siglos
había que estaban puestas y olvidadas en un rincón». Mas
antes limpió las armas que el orín de la paz gastado
había
(Camoens: Os Lusiadas. IV,
22.)
y se arregló una celada de encaje
con cartones y todo lo demás que sabéis de cómo lo
probó sin querer repetir la probatura, en lo que mostró lo cuerda
que su locura era. Y «fue luego a ver a su rocín» y
engrandeciólo con los ojos de la fe y le puso nombre. Y luego se lo puso
a sí mismo, nombre nuevo, como convenía a su renovación
interior, y se llamó Don Quijote, y con este nombre ha cobrado eternidad
de fama. E hizo bien en mudar de nombre, pues con el nuevo llegó a ser de
veras hidalgo, si nos atenemos a la doctrina del dicho doctor Huarte, que en la
ya citada obra nos dice: «El español que inventó este nombre,
hijodalgo, dio bien a entender... que tienen los hombres dos géneros de
nacimiento. El uno es natural, en el cual todos son iguales, y el otro
espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna
extraña virtud y hazaña, entonces nace de nuevo y cobra otros
mejores padres, y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de
Pedro y nieto de Sancho; ahora se halla hijo de sus obras. De donde tuvo origen
el refrán castellano que dice: cada uno es hijo de sus obras, y porque
las buenas y virtuosas llama la Divina Escritura algo, y los vicios y pecados
nada, compuso este nombre hijodalgo, que quiere decir ahora descendiente del que
hizo alguna extraña virtud .. » Y así Don Quijote,
descendiente de sí mismo, nació en espíritu al decidirse a
salir en busca de aventuras, y se puso nuevo nombre a cuenta de las
hazañas que pensaba llevar a cabo.
Y
después de esto buscó dama de quien enamorarse. Y en la imagen de
Aldonza Lorenzo, «moza labradora de muy buen parecer, de quien él un
tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo
supo ni se dio cuenta de ello», encarnó la Gloria y la llamó
Dulcinea del Toboso.
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Miguel de Unamuno en "Vida de don Quijote y Sancho", 1904.
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