Volumen 11, Número 204, diciembre 13 de 2011 |
ESCRITOS
MAGONISTAS1 de octubre de
1910"Millones de seres humanos dirigen
en estos momentos al cielo su triste mirada, con la esperanza de encontrar
más allá de las estrellas que alcanzan a ver, ese algo que es el
todo porque constituye el fin, forma el objeto del doloroso esfuerzo, del penoso
batallar de la especie hombre desde que sus pasos vacilantes la pusieron un
palmo adelante de las especies irracionales: ese algo es la felicidad." ¡La
felicidad! "La felicidad no es de este mundo", dicen las religiones: "la
felicidad está en el cielo, está más allá de la
tumba". -Y el rebaño humano levanta la vista, e ignorante de la ciencia
del cielo, piensa que éste está muy lejos cuando sus pies se
apoyan precisamente en este astro, que con sus hermanos constituye la gloria y
la grandeza del firmamento.
La tierra forma parte del cielo; la humanidad, por lo
mismo, está en el cielo. No hay que levantar la vista con la esperanza de
encontrar la felicidad detrás de esos astros que embellecen nuestras
noches: la felicidad está aquí, en el astro Tierra, y no se
conquista con rezos, no se consigue con oraciones, ni ruegos, ni humillaciones,
ni llantos: hay que disputarla de pie y por la fuerza, porque los dioses de la
tierra no son como los de las religiones: blandos a la oración y al
ruego; los dioses de la tierra tienen soldados, tienen polizontes, tienen
jueces, tienen verdugos, tienen presidios, tienen horcas, tienen leyes, todo lo
cual constituye lo que se llama instituciones, montañas escarpadas que
impiden a la humanidad alargar el brazo y apoderarse de la tierra, hacerla suya,
someterla a su servicio, con lo que se haría de la felicidad el
patrimonio de todos y no el privilegio exclusivo de los pocos que hoy la
detentan.
La tierra es de todos. Cuando hace millones de millones
de años no se desprendía aún la Tierra del grupo
caótico que andando el tiempo había de dotar al firmamento de
nuevos soles, y después, por el sucesivo enfriamiento de ellos, de
planetas más o menos bien acondicionados para la vida orgánica,
este planeta no tenía dueño. Tampoco tenía dueño la
tierra cuando la humanidad hacía de cada viejo tronco del bosque o de
cada caverna de la montaña una vivienda y un refugio contra la intemperie
y contra las fieras.
Tampoco tenía dueño la tierra cuando
más adelantada la humanidad en la dolorosa vía de su progreso
llegó al periodo pastoril: donde había pastos, allí se
estacionaba la tribu que poseía en común los ganados. El primer
dueño apareció con el primer hombre que tuvo esclavos para labrar
los campos, y para hacerse dueño de esos esclavos y de esos campos
necesitó hacer uso de las armas y llevar la guerra a una tribu enemiga.
Fue, pues, la violencia el origen de la propiedad territorial, y por la
violencia se ha sostenido desde entonces hasta nuestros
días.
Las invasiones, las guerras de conquista, las
revoluciones políticas, las guerras para dominar mercados, los despojos
llevados a cabo por los gobernantes o sus protegidos son los títulos de
la propiedad territorial, títulos sellados con la sangre y con la
esclavitud de la humanidad; y este monstruoso origen de un derecho absurdo,
porque se basa en el crimen, no es un obstáculo para que la ley llame
sagrado ese derecho, como que son los detentadores mismos de la tierra los que
han escrito la ley. La propiedad territorial se basa en el crimen, y, por lo
mismo, es una institución inmoral. Esta institución es la fuente
de todos los males que afligen al ser humano. El vicio, el crimen, la
prostitución, el despotismo, de ella nacen.
Para protegerla se hacen necesarios el ejército,
la judicatura, el parlamento, la policía, el presidio, el cadalso, la
iglesia, el gobierno y un enjambre de empleados y de zánganos, siendo
todos ellos mantenidos precisamente por los que no tienen un terrón para
reclinar la cabeza, por los que vinieron a la vida cuando la tierra estaba ya
repartida entre unos cuantos bandidos que se la apropiaron por la fuerza, o
entre los descendientes de esos bandidos, que han venido poseyéndola por
el llamado derecho de herencia.
La tierra es el elemento principal del cual se extrae o
se hace producir todo lo que es necesario para la vida. De ella se extraen los
metales útiles: carbón, piedra, arena, cal, sales.
Cultivándola, produce toda clase de frutos alimenticios y de lujo. Sus
praderas proporcionan alimento al ganado, mientras sus bosques brindan su madera
y las fuentes sus linfas generadoras de vida y de belleza. Y todo esto pertenece
a unos cuantos, hace felices a unos cuantos, da poder a unos cuantos, cuando la
naturaleza lo hizo para todo.
De esta tremenda injusticia nacen todos los males que
afligen a la especie humana al producir la miseria. La miseria envilece, la
miseria prostituye, la miseria empuja al crimen, la miseria bestializa el
rostro, el cuerpo y la inteligencia. Degradadas, y, lo que es peor, sin
conciencia de su vergüenza, pasan las generaciones en medio de la
abundancia y de la riqueza sin probar la felicidad acaparada por unos pocos.
Al pertenecer la tierra a unos cuantos, los que no la
poseen tienen que alquilarse a los que la poseen para siquiera tener en pie la
piel y la osamenta. La humillación del salario o el hambre: éste
es el dilema con que la propiedad territorial recibe a cada nuevo ser que viene
a la vida; dilema de hierro que empuja a la humanidad a ponerse ella misma las
cadenas de la esclavitud, si no quiere perecer de hambre o entregarse al crimen
o a la prostitución.
Preguntad ahora por qué oprime el gobierno, por
qué roba o mata el hombre, por qué se prostituye la mujer.
Detrás de las rejas de esos pudrideros de carne y de espíritu que
se llaman presidios, miles de infortunados pagan con la tortura de su cuerpo y
la angustia de su espíritu las consecuencias de ese crimen elevado por la
ley a la categoría de derecho sagrado: la propiedad territorial.
En el envilecimiento de la casa pública, miles de
jóvenes mujeres prostituyen su cuerpo y estropean su dignidad, sufriendo
igualmente las consecuencias de la propiedad territorial. En los asilos, en los
hospicios, en las casas de expósitos, en los hospitales, en todos los
sombríos lugares donde se refugian la miseria, el desamparo y el dolor
humanos, sufren las consecuencias de la propiedad territorial hombres y mujeres,
ancianos y niños. Y presidiarios, mendigos, prostitutas, huérfanos
y enfermos levantan los ojos al cielo con la esperanza de encontrar más
allá de las estrellas que alcanzan a ver, la felicidad, la felicidad que
aquí les roban los dueños de la tierra.
Y el rebaño humano, inconsciente de su derecho a
la vida, torna a encorvar las espaldas trabajando para otros esta tierra con que
la naturaleza lo obsequió, perpetuando con su sumisión el imperio
de la injusticia. Pero de la masa esclava y enlodada surgen los rebeldes; de un
mar de espaldas emergen las cabezas de los primeros revolucionarios. El
rebaño tiembla presintiendo el castigo; la tiranía tiembla
presintiendo el ataque, y, rompiendo el silencio, un grito, que parece un
trueno, rueda sobre las espaldas y llega hasta los tronos:
¡Tierra!
"¡Tierra! ," gritaron los Gracos; " ¡Tierra! "
gritaron los anabaptistas de Munzer; " ¡Tierra! ", gritó Babeuf;
"¡Tierra! ", gritó Bakounine; " ¡Tierra! " gritó Ferrer;
"¡Tierra! " grita la Revolución Mexicana, y este grito, ahogado cien
veces en sangre en el curso de las edades; este grito que corresponde a una idea
guardada con cariño a través de los tiempos por todos los rebeldes
del planeta; este grito sagrado transportará al cielo con que
sueñan los místicos a este valle de lágrimas cuando el
ganado humano deje de lanzar su triste mirada al infinito y la fije aquí,
en este astro que se avergüenza de arrastrar la lepra de la miseria humana
entre el esplendor y la grandeza de sus hermanos del cielo.
Taciturnos esclavos de la gleba, resignados peones del
campo, dejad el arado. Los clarines de Acayucan y Jiménez, de Palomas y
las Vacas, de Viesca y Valladolid, os convocan a la guerra para que
toméis posesión de esa tierra, a la que dais vuestro sudor, pero
que os niega sus frutos porque habéis consentido con vuestra
sumisión que manos ociosas se apoderen de lo que os pertenece, de lo que
pertenece a la humanidad entera, de lo que no puede pertenecer a unos cuantos
hombres, sino a todos los hombres y a todas las mujeres que, por el solo hecho
de vivir, tienen derecho a aprovechar en común, por medio del trabajo,
toda la riqueza que la tierra es capaz de producir.
Esclavos, empuñad el winchester. Trabajad la
tierra cuando hayáis tomado posesión de ella. Trabajar en estos
momentos la tierra es remacharse la cadena, porque se produce más riqueza
para los amos y la riqueza es poder, la riqueza es fuerza, fuerza física
y fuerza moral, y los fuertes os tendrán siempre sujetos. Sed fuertes
vosotros, sed fuertes todos y ricos haciéndoos dueños de la
tierra; pero para eso necesitáis el fusil; compradlo, pedidlo prestado en
último caso, y lanzaos a la lucha gritando con todas vuestras fuerzas:
¡Tierra y Libertad!
Fuentes:
Flores Magón F., 1910, Regeneración, 1o. de octubre de
1910; Semilla Libertaria, I, p. 28-32.
Aguirre Beltrán G. 1993, Ricardo Flores Magón.
Antología, UNAM, p. 10-14.
Ricardo
Flores Magón, Enrique Flores Magón y Librado Rivera
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