Volumen 10, Número 151, enero 30 de 2010 |
Desastre natural y social en Haití
En estos días que la tragedia
del pueblo de Haití invade los noticieros y la hipocresía se
mezcla con la solidaridad verdadera, es conveniente rescatar también las
raíces del despojo histórico al pueblo
haitiano.
LOS PECADOS DE HAITÌ
En mayo de 2009, Eduardo Galeano en una entrevista declaró
que "no sólo Estados Unidos, sino algunos países europeos han
sembrado dictaduras por todo el mundo. Y se sienten como si estuvieran capaces
de enseñar lo que es democracia".
por Eduardo
Galeano
La democracia haitiana nació hace un ratito. En su
breve tiempo de vida, esta criatura hambrienta y enferma no ha recibido
más que bofetadas. Estaba recién nacida, en los días de
fiesta de 1991, cuando fue asesinada por el cuartelazo del general Raoul Cedras.
Tres años más tarde, resucitó. Después de haber
puesto y sacado a tantos dictadores militares, Estados Unidos sacó y puso
al presidente Jean-Bertrand Aristide, que había sido el primer gobernante
electo por voto popular en toda la historia de Haití y que había
tenido la loca ocurrencia de querer un país menos
injusto.
El voto y el veto
Para borrar las huellas de la participación estadounidense
en la dictadura carnicera del general Cedras, los infantes de marina se llevaron
160 mil páginas de los archivos secretos. Aristide regresó
encadenado. Le dieron permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el
poder. Su sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de
los votos, pero más poder que Préval tiene cualquier mandón
de cuarta categoría del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el
pueblo haitiano no lo haya elegido ni con un voto siquiera.
Más
que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que Préval, o
alguno de sus ministros, pide créditos internacionales para dar pan a los
hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los campesinos, no recibe
respuesta, o le contestan
ordenándole:
Recite la lección
Y como el gobierno haitiano no termina de aprender
que hay que desmantelar los pocos servicios públicos que quedan,
últimos pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados
del mundo, los profesores dan por perdido el
examen.
La coartada demográfica
A fines del año pasado cuatro diputados
alemanes visitaron Haití. No bien llegaron, la miseria del pueblo les
golpeó los ojos. Entonces el embajador de Alemania les explicó, en
Port-au-Prince, cuál es el problema: -Este es un país superpoblado
-dijo-. La mujer haitiana siempre quiere, y el hombre haitiano siempre puede. Y
se rió. Los diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried Wolf,
consultó las cifras. Y comprobó que Haití es, con El
Salvador, el país más superpoblado de las Américas, pero
está tan superpoblado como Alemania: tiene casi la misma cantidad de
habitantes por quilómetro cuadrado.
En sus días en
Haití, el diputado Wolf no sólo fue golpeado por la miseria:
también fue deslumbrado por la capacidad de belleza de los pintores
populares. Y llegó a la conclusión de que Haití está
superpoblado... de artistas. En realidad, la coartada demográfica es
más o menos reciente. Hasta hace algunos años, las potencias
occidentales hablaban más claro.
La tradición racista
Estados Unidos invadió Haití en 1915 y
gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró
sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo
constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros.
Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y feroz
ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a
sí misma, que tiene “una tendencia inherente a la vida salvaje y
una incapacidad física de civilización”. Uno de los
responsables de la invasión, William Philips, había incubado
tiempo antes la sagaz idea: “Este es un pueblo inferior, incapaz de
conservar la civilización que habían dejado los
franceses”.
Haití había sido la perla de la corona,
la colonia más rica de Francia: una gran plantación de
azúcar, con mano de obra esclava. En El espíritu de las leyes,
Montesquieu lo había explicado sin pelos en la lengua: “El
azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su
producción. Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y
tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima.
Resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y
sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro”.
En
cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del mayoral. Los
esclavos no se distinguían por su voluntad de trabajo. Los negros eran
esclavos por naturaleza y vagos también por naturaleza, y la naturaleza,
cómplice del orden social, era obra de Dios: el esclavo debía
servir al amo y el amo debía castigar al esclavo, que no mostraba el
menor entusiasmo a la hora de cumplir con el designio divino. Karl von Linneo,
contemporáneo de Montesquieu, había retratado al negro con
precisión científica: “Vagabundo, perezoso, negligente,
indolente y de costumbres disolutas”. Más generosamente, otro
contemporáneo, David Hume, había comprobado que el negro
“puede desarrollar ciertas habilidades humanas, como el loro que habla
algunas palabras”.
La humillación imperdonable
En 1803 los negros de Haití
propinaron tremenda paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte, y Europa
no perdonó jamás esta humillación infligida a la raza
blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas.
Estados Unidos había conquistado antes su independencia, pero
tenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de
algodón y de tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos,
decía que todos los hombres son iguales, pero también decía
que los negros han sido, son y serán inferiores.
La bandera de los
libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido
devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las calamidades de
la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población
había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La
nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le
compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.
El delito de la dignidad
Ni siquiera Simón Bolívar, que tan
valiente supo ser, tuvo el coraje de firmar el reconocimiento diplomático
del país negro. Bolívar había podido reiniciar su lucha por
la independencia americana, cuando ya España lo había derrotado,
gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano le había entregado
siete naves y muchas armas y soldados, con la única condición de
que Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le
había ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero
después de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la
espalda al país que lo había salvado. Y cuando convocó a
las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó a
Haití pero invitó a Inglaterra.
Estados Unidos
reconoció a Haití recién sesenta años después
del fin de la guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio
francés de la anatomía, descubría en París que los
negros son primitivos porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene.
Para entonces, Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras
militares, que destinaban los famélicos recursos del país al pago
de la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la
obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo
de perdón por haber cometido el delito de la dignidad.
La historia
del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones de
tragedia, es también una historia del racismo en la civilización
occidental.
2010 elektron 10 (18) 1-4, 18 ene 2010.
El desastre natural agravado por el desastre social
Pobreza extrema, deterioro social y agresión armada
Haití, país ocupado, necesita de la solidaridad de todos
18 de enero de 2010
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