Volumen 5, Número 63, junio 1 de 2005

2005, 400 años de El Quijote de la Mancha


Don Quixote



Miguel de Unamuno *


Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
Don Quijote de la Mancha





Nada sabemos del nacimiento de Don Quijote, nada de su infancia y juventud, ni de cómo se fraguara el ánimo del Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos. Nada sabemos de sus padres, linaje y abolengo, ni de cómo hubieran ido asentándosele en el espíritu las visiones de la asentada llanura manchega en que solía cazar; nada sabemos de la obra que hiciese en su alma la contemplación de los trigales salpicados de amapolas y clavellinas; nada sabemos de sus mocedades.

Se ha perdido toda la memoria de su linaje, nacimiento, niñez y mocedad; no nos la ha conservado ni la tradición oral ni testimonio alguno escrito, y si alguno de éstos hubo, hase perdido o yace en el polvo secular. No sabemos si dio o no muestras de su ánimo denodado y heroico ya desde tierno infante, al modo de esos santos de nacimiento que ya desde mamoncillos no maman los viernes y días de ayuno, por mortificación y dar buen ejemplo.

Respecto a su linaje, declaró él mismo a Sancho departiendo con éste después de la conquista del yelmo de Mambrino, que si bien era «hidalgo de solar conocido, de posesión y de propiedad y de devengar quinientos sueldos» no descendía de reyes, aunque, no obstante ello, el sabio que escribiese su historia podría deslindar de tal modo su parentela y descendencia que le hallase ser quinto o sexto nieto de rey. Y de hecho no hay quien, a la larga, no descienda de reyes, y de reyes destronados. Mas él era de los linajes que son y no fueron. Su linaje empieza en él.

Es extraño, sin embargo, cómo los diligentes rebuscadores que se han dado con tanto ahínco a escudriñar la vida y milagros de nuestro Caballero no han llegado aún a pesquisar huellas de tal linaje, y más ahora en que tanto peso se atribuye en el destino de un hombre a eso de su herencia. Que Cervantes no lo hiciera, no nos ha de sorprender, pues al fin creía que es cada cual hijo de sus obras y que se va haciendo según vive y obra; pero que no lo hagan estos inquisidores que para explicar el ingenio de un héroe husmean si fue su padre gotoso, catarroso o tuerto, me choca mucho, y sólo me lo explico suponiendo que viven en la tan esparcida cuanto nefanda creencia de que Don Quijote no es sino ente ficticio y fantástico, como si fuera hacedero a humana fantasía el parir tan estupenda figura.

Aparécesenos el hidalgo cuando frisaba en los cincuenta años, en un lugar de la Mancha, pasándolo pobremente con una «olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos», lo cual todo consumía «las tres partes de su hacienda», acabando de concluirla "sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo y los días de entre semana... vellorí de lo más fino». En un parco comer se le iban las tres partes de sus rentas, en un modesto vestir la otra cuarta. Era, pues, un hidalgo pobre, un hidalgo de gotera acaso, pero de los de lanza en astillero.

Era hidalgo pobre, mas a pesar de ello, hijo de bienes, porque, como decía su contemporáneo el doctor don Juan Huarte en el capítulo XVI de su Examen de ingenios para las ciencias, «la ley de la Partida dice que hijodalgo quiere decir hijo de bienes; y si se entiende de bienes temporales, no tiene razón, porque hay infinitos hijodalgos, pero si se quiere decir hijo de bienes que llamamos virtud, tiene la misma significación que dijimos». Y Alonso Quijano era hijo de bondad.

En esto de la pobreza de nuestro hidalgo estriba lo más de su vida, como de la pobreza de su pueblo brota el manantial de sus vicios y a la par de sus virtudes. La tierra que alimentaba a Don Quijote es una tierra pobre, tan desollada por seculares chaparrones, que por donde quiera afloran a ras de ella sus entrañas berroqueñas. Basta ver cómo van por los inviernos sus ríos apretados a largos trechos entre tajos, hoces y congostos y llevándose al mar en sus aguas fangosas el rico mantillo que habría de dar a la tierra su verdura. Y esta pobreza del suelo hizo a sus moradores andariegos, pues o tenían que ir a buscarse el pan a luengas tierras, o bien tenían que ir guiando a las ovejas de que vivían, de pasto en pasto. Nuestro hidalgo hubo de ver, año tras año, pasar a los pastores pastoreando sus merinas, sin hogar asentado, a la de Dios nos valga, y acaso viéndose si soñó alguna vez con ver tierras nuevas y correr mundo.

Era pobre, «de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza». De lo cual se saca que era de temperamento colérico, en el que predominan calor y sequedad, y quien lea el ya citado Examen de ingenios que compuso el doctor don Juan Huarte, dedicándoselo a S. M. el Rey Don Felipe II, verá cuán bien cuadra a Don Quijote lo que de los temperamentos calientes y secos dice el ingenioso físico. De este mismo temperamento era también aquel caballero de Cristo, Iñigo de Loyola, de quien tendremos mucho que decir aquí y de quien el P. Pedro de Rivadeneira en la vida que de él compuso, y en el capítulo 5 del libro V de ella, nos dice que era muy cálido de complexión y muy colérico, aunque venció luego la cólera, quedándose «con el vigor y el brío que ella suele dar, y que era menester para la ejecución de las cosas que trataba». Y es natural que Loyola fuese del mismo temperamento que Don Quijote, porque había de ser capitán de una milicia y su arte, arte militar. Y hasta en los más pequeños pormenores se anunciaba lo que había de ser, pues al descubrirnos la estatura y disposición de su cuerpo en el capítulo XVIII del libro IV nos dice el citado Padre, su historiador, que tenía la frente ancha y desarrugada y una calva de muy venerable aspecto. La que consuena con la cuarta señal que pone el doctor Huarte para conocer al que tenga ingenio militar, y es tener la cabeza calva, y «está la razón muy clara», dice, añadiendo: «Porque esta diferencia de imaginativa reside en la parte delantera de la cabeza, como todas las demás, y el demasiado calor quema el cuero de la cabeza y cierra los caminos por donde han de pasar los cabellos; allende que la materia de que se engendra, dicen los médicos que son los excrementos que hace el cerebro al tiempo de su nutrición, y con el gran fuego que allí hay, todos se gastan y consumen y así falta materia de que poderse engendrar.» De donde yo deduzco, aunque el puntualísimo historiador de Don Quijote no nos lo diga, que éste era también de frente ancha, espaciosa y desarrugada, y además calvo.

Era Don Quijote amigo de la caza, en cuyo ejercicio se aprenden astucias y engaños de guerra, y así es como tras las liebres y perdices corrió y recorrió los aledaños de su lugar, y debió de recorrerlos solitario y escotero bajo la tersura sin mancha de su cielo manchego.

Era pobre y ocioso; ocioso estaba los más ratos del año. Y nada hay en el mundo más ingenioso que la pobreza en la ociosidad. La pobreza le hacía amar la vida, apartándole de todo hartazgo y nutriéndole de esperanzas, y la ociosidad debió de hacerle pensar en la vida inacabable, en la vida perturbadora. ¡Cuántas veces no soñó en sus mañaneras cacerías con que su nombre se desparramara en redondo por aquellas abiertas llanuras y rodeara ciñiendo a los hogares todos y resonase en la anchura de la tierra y de los siglos! De sueños de ambición apacentó su ociosidad y su pobreza, y despegado del regalo de la vida, anheló inmortalidad no acabadera.

En aquellos cuarenta y tantos años de su oscura vida, pues frisaba ésta en los cincuenta cuando entró en obra de inmortalidad nuestro hidalgo, en aquellos cuarenta y tantos años, ¿qué había hecho fuera de cazar y administrar su hacienda? En las largas horas de su lenta vida, ¿de qué contemplaciones nutrió su alma? Porque era un contemplativo, ya que sólo los contemplativos se aprestan a una obra como la suya.

Adviértase que no se dio al mundo y a su obra redentora hasta frisar en los cincuenta, en bien sazonada madurez de su vida. No floreció, pues, su locura, hasta que su cordura y su bondad hubieron sazonado bien. No fue un muchacho que se lanzara a tontas y a locas a una carrera mal conocida, sino un hombre sesudo y cuerdo que enloquece de pura madurez de espíritu.

La ociosidad [y un amor desgraciado de que hablaré más adelante], le llevaron a darse a leer libros de caballerías con «tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda» y hasta «vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías», pues no sólo de pan vive el hombre. Y apacentó su corazón con las hazañas y proezas de aquellos esforzados caballeros que, desprendidos de la vida que pasa, aspiraron a la gloria que queda. El deseo de la gloria fue su resorte de acción.

«Y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio». En cuanto a lo de secársele el cerebro, el doctor Huarte, de quien dije, nos dice en el capítulo I de su obra que el entendimiento pide «que el cerebro sea seco y compuesto de partes sutiles y muy delicadas», y por lo que hace a la pérdida del juicio, nos habla de Demócrito Abderta, «el cual vino a tanta pujanza de entendimiento allá en la vejez, que se le perdió la imaginativa, por la cual razón comenzó a hacer y decir dichos y sentencias tan fuera de término, que toda la ciudad de Abdera le tuvo por loco», mas al ir a verle y curarle Hipócrates se encontró con que era «el hombre más sabio que había en el mundo», y los locos y desatinados los que le hicieron ir a curarle. Y fue la ventura de Demócrito -agrega el doctor Huarte- que todo cuanto razonó con Hipócrates «en aquel breve tiempo fueron discursos del entendimiento, teníanle todos por hombre discretísimo y muy cuerdo, mas en llegando a los de imaginativa, donde tenía la lesión, admirábanse todos de su locura, locura verdaderamente admirable.»

«Vino a perder el juicio». Por nuestro bien lo perdió; para dejarnos eterno ejemplo de generosidad espiritual. Con juicio, ¿hubiera sido tan heroico? Hizo en aras de su pueblo el más grande sacrificio: el de su juicio. Llenósele la fantasía de hermosos desatinos, y creyó ser verdad lo que es sólo hermosura. Y lo creyó con fe tan viva, con fe tan engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que su desatino le mostraba, y en puro creerlo hízolo verdad. «En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño, pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república; hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravios y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.» En esto de cobrar eterno nombre y fama estriba lo más de su negocio; en ello el aumento de su honra primero y del servicio de su república después. Y su honra ¿qué era? ¿Qué era eso de la honra de que andaba entonces tan llena nuestra España? ¿Qué sino un ensancharse en espacio y prolongarse en tiempo la personalidad? ¿Qué es sino darnos a la tradición para vivir en ella y así no morir del todo? Podrá ello parecer egoísta, y más noble y puro buscar el servicio de la república primero, si no únicamente por lo de buscar el reino de Dios y su justicia, buscarlo por amor al bien mismo, pero ni los cuerpos pueden menos de caer a la tierra, pues tal es su ley, ni las almas menos de obrar por ley de gravitación espiritual, por ley de amor propio y deseo de honra. Dicen los físicos que la ley de la caída es ley de atracción mutua, atrayéndose una a otra la piedra que cae sobre la tierra y la tierra sobre que aquélla cae, en razón inversa a su masa, y así entre Dios y el hombre es también mutua la atracción. Y si Él nos tira a Sí con infinito tirón, también nosotros tiramos de Él. Su cielo padece fuerza. Y es Él para nosotros, ante todo y sobre todo, el eterno productor de inmortalidad.

El pobre e ingenioso hidalgo no buscó provecho pasajero ni regalo de cuerpo, sino eterno nombre y fama, poniendo así su nombre sobre sí mismo. Sometióse a su propia idea, al Don Quijote eterno, a la memoria que de él quedase. «Quien pierda su alma, la ganará» -dijo Jesús-; es decir, ganará su alma perdida y no otra cosa. Perdió Alonso Quijano el juicio para ganarlo en Don Quijote: un juicio glorificado.

«lmaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda, y se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba.» No fue un contemplativo tan sólo, sino que pasó del soñar a poner por obra lo sonado. «Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisagüelos», pues salía a luchar a un mundo para él desconocido, con armas heredadas que «luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón». Mas antes limpió las armas que el orín de la paz gastado había

(Camoens: Os Lusiadas. IV, 22.)

y se arregló una celada de encaje con cartones y todo lo demás que sabéis de cómo lo probó sin querer repetir la probatura, en lo que mostró lo cuerda que su locura era. Y «fue luego a ver a su rocín» y engrandeciólo con los ojos de la fe y le puso nombre. Y luego se lo puso a sí mismo, nombre nuevo, como convenía a su renovación interior, y se llamó Don Quijote, y con este nombre ha cobrado eternidad de fama. E hizo bien en mudar de nombre, pues con el nuevo llegó a ser de veras hidalgo, si nos atenemos a la doctrina del dicho doctor Huarte, que en la ya citada obra nos dice: «El español que inventó este nombre, hijodalgo, dio bien a entender... que tienen los hombres dos géneros de nacimiento. El uno es natural, en el cual todos son iguales, y el otro espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña virtud y hazaña, entonces nace de nuevo y cobra otros mejores padres, y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto de Sancho; ahora se halla hijo de sus obras. De donde tuvo origen el refrán castellano que dice: cada uno es hijo de sus obras, y porque las buenas y virtuosas llama la Divina Escritura algo, y los vicios y pecados nada, compuso este nombre hijodalgo, que quiere decir ahora descendiente del que hizo alguna extraña virtud .. » Y así Don Quijote, descendiente de sí mismo, nació en espíritu al decidirse a salir en busca de aventuras, y se puso nuevo nombre a cuenta de las hazañas que pensaba llevar a cabo.

Y después de esto buscó dama de quien enamorarse. Y en la imagen de Aldonza Lorenzo, «moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cuenta de ello», encarnó la Gloria y la llamó Dulcinea del Toboso.


* Miguel de Unamuno en "Vida de don Quijote y Sancho", 1904.
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